La Señorita María Sara Alvarado Pontón, una joven bogotana de ilustre familia, con una gran sensibilidad espiritual y carismática, busca descubrir la voluntad de Dios en su vida, con este anhelo solicita al joven sacerdote Higuera, hombre ferviente de la Santísima Virgen, que sea su director espiritual. Así el 27   de octubre de 1940, después de orar y descubrir la voluntad de Dios en esta obra de la dirección espiritual de esta alma, da comienzo a esta tarea, direccionando su vida y llevándola progresivamente por los caminos de la mística y de la ascética. 

 

El padre Higuera, por medio de la dirección espiritual, va llevándola a la realización de sus ideales de entrega total al Señor y de trabajo apostólico. Poco a poco van juntándose jóvenes que quieren seguir y apoyar el trabajo de María Sara, recibiendo la dirección espiritual del Padre Higuera. Por entonces el Padre comienza una vida de verdadera ascética y de trabajo en la dirección espiritual de las religiosas, llevándolas al seguimiento radical de Cristo, exhortándolas a reconocer el amor de Dios: retribuir en algo los favores del cielo y continuar por el camino de la fidelidad más absoluta.

 

En 1945 escribe a Madre María Sara, invitándola a reproducir a Cristo en su vida: obra que es ardua pero el amor la hace llevadera, y para amar como debemos hasta el sacrifico y el heroísmo es necesario el espíritu de oración . La Virgen María, nuestra reina le enseñara a orar. Ella es el camino real para esta configuración con Cristo , y a María se llega con el ejercicio de la humildad , por el anonadamiento.

 



 VIDA TEOLOGAL

LA VIRTUD DE LA FE

 

Fray Enrique Alberto Higuera cultivo con esmero el don de la Divina Gracia, verdadera tierra vital de la que brotan las virtudes. El esfuerzo en tal dirección, bien puede decirse que se advierte desde su niñez, en clima de aprecio por el evangelio que respiraba en el hogar paterno. De la mano de su padre adquirido pronto un gusto especial por la digna celebración del culto divino en la parroquia de San Vicente Ferrer. Su madre lo condujo a echar profundas raíces en la devoción a María, inseparablemente unida a Cristo en su misterio redentor. Sin perder el influjo benéfico familiar se abrió ya en la adolescencia a la actividad apostólica de los Hijos de Santo Domingo, en torno al santuario de nuestra señora de Chiquinquirá, y en las aulas de los colegios donde cursó sus estudios hasta ser admitido al hábito de la Orden de Predicadores. Una vez en la vida religiosa continúo en línea de fidelidad creciente a las inspiraciones del Espíritu, manifestadas por sus superiores y por los confesores, porque fue siempre muy consciente de que necesitaba la mediación de la Iglesia para dar con los caminos de Dios.

En su proceso vital de le pidió un gran Espíritu de fe, como fundamento necesario para el seguimiento de Cristo, actitud que debía actualizar una y otra vez hasta el final de la vida. Se manifestó hombre de fe, fuertemente enraizado en Dios, seguro en la verad revelada aunque en su caminar tuviera tantas veces que ir a tientas. El manifestaba claridad especial para guiar a los demás por los caminos que conducían a la santidad, se veía muy necesitado de encontrar el apoyo de Dios, la verdad de Dios, manifestada en la Iglesia, por medio de sus superiores y directores de espíritu, por medio del estudio, principalmente de la Sagrada Escritura, de Santo Tomas de Aquino, de probados autores de la vida espiritual.

Las tinieblas en su entorno, las pruebas de fe, aparecieron densas en la “época romana”, es decir cuando había entrado en los 20 años de edad. Su comportamiento moral fue bueno “moralmente no hay nada contra él, no da mal ejemplo  ni hace cosa que merezca castigo”, escribían.  Pero, sus condiciones de salud, no fueron percibidas claramente por los médicos y en consecuencia, por sus formadores en el Angelicum, lo llevaron al borde del precipicio. Seguramente intuyo en toda su crudeza o le transmitieron abiertamente lo que estimaba su maestro de estudiantes: que era un enfermo nervioso incurable, que no podía continuar, ni en aquel Centro internacional de estudios, ni en la Orden; que tenía un desarreglo nervioso que estaba fuera de todo tratamiento y de toda medicina. Era verdad que sus condiciones de salud no le permitían concentrar la atención, no atinaba a hacer bien las cosas, pasaba noches insomnes, en el recreo no reunía fuerzas para relacionarse con los demás y sin embargo los resultados académicos fueron bastante estimables.

En medio de las pruebas le asaltaba la duda, la tentación de pedir dispensa de votos o de volver a la provincia, para ver si encontraba un camino a dónde ir. En su búsqueda pasaba por momentos en que se orientaba a vivir la consagración  religiosa desde la condición de hermano cooperador. Siguió un camino de fidelidad y los senderos de Dios se le manifestaron más claramente con la vuelta a Colombia. Como le sucedió a San Juan María Vianey, el Santo cura de Ars, también él encontró un sacerdote enamorado de la vocación, el Padre Fray Tomas María Quijano, que fue para él, hermano dispuesto siempre a apoyar al hermano, y así Fray Enrique  Alberto se convirtió en muralla inexpugnable, aunque no libre de asaltos.

Las pruebas de fe se  le presentaron en los años previos a la ordenación sacerdotal. Pero en medio de todo y obrando por mandato del confesor hasta escribir materialmente la petición de dispensa al Santo Padre, se mantenía seguro de que tal documento, hecho por obediencia, no se cursaría.    Con la ayuda de Dios y de la Santísima Virgen María podría continuar fiel hasta la muerte. Sabía que la fuerza le venía de la Oración. En su interior mantenía seguridad, apoyado en la roca firme, que es Dios.

La docilidad a la fe fraguada en la oración, el estudio y la vida comunitaria le llevó a pedir, con espíritu maduro en la lucha, la ordenación sacerdotal, que recibió el 26  de septiembre de 1937.  Desde la Ordenación Sacerdotal dio rienda suelta a su apostolado. Puso bien de manifiesto que brotaba de la abundancia de la contemplación y así hasta el fin de la vida.



 VIDA TEOLOGAL

VIRTUD DE LA ESPERANZA

 

 

Como no podía ser menos, brillaba en él la esperanza, que se manifestaba en su aspirar en todo hacia la vida eterna y en cuanto con ella está conexionado.

La esperanza es la virtud que mantiene el espíritu despierto y el corazón en verdadero estadio de juventud, precisamente porque consciente que la meta es ardua, difícil de conseguir, coloca la confianza en el poder infinito de Dios y en la colaboración de la gracia, que llama de manera permanente a las puertas de quien quiere abrirle.

Enrique Alberto Higuera puso la confianza en la omnipotencia de Dios, pero no dejo de poner la parte que a él se le pedía.  Llevó una vida de regularidad, en conformidad con las constituciones profesadas, imponiéndose primero para sí el cumplimiento de las mismas que pedía a los demás cuando estaba colocado al frente de la comunidad, pero, como anotaba el prior Nelly para el convento de Chiquinquirá  en 1949, con esfuerzo y de manera inteligente: la vida regular y la observancia religiosa han marcado satisfactoriamente, debido a los esfuerzos y a la muy religiosa e inteligente dirección del muy reverendo Padre Prior.

No desesperó, aun en medio de las más amenazadoras tormentas y esto en todas las etapas de la vida. Supo comprender el valor de lo trascendente y de lo eterno; cultivo en su vida interior la verdadera contemplación. Busco con paz la meta de la Gloria, que él escribía así, con MAYUSCULAS, con la confianza puesta en la omnipotencia suplicante de María; Ella misma nos da el pasaporte para la Gloria al compás de las preciosas melodías de la salve Regina.

 

A raíz de su muerte confesaban: nos duele como es natural su ida sin retorno; pero creemos que nos será más útil en la patria de los bienaventurados, donde esperamos del amor y la misericordia de Dios, que ya está gozando de la gloria imperecedera de los justos. 

  

 

 CARIDAD PARA CON DIOS Y PARA CON EL PROJIMO

 

La caridad estuvo ciertamente en el centro de los afanes del Padre Enrique Alberto Higuera nuestro Cofundador. El amor hacia Dios y el amor hacia el prójimo. La palabra de Dios y la doctrina de Santo Tomas  de Aquino, de manera especial le guiaron en sus combates para no mancillar la vestidura de la caridad. Para conservarla él, y ayudar a los demás a revestirse de la misma.

El amor es un regalo que Dios nos hace, aseguraba el Padre Higuera. De él estamos muy necesitados individual y colectivamente. El espíritu del Señor, el espíritu del amor incendia las almas, las fortifica e ilumina y cada una de las moléculas del ser debería clamar por este Espíritu, escribía por pentecostés de 1947, cuando era Prior en Chiquinquirá. Buscó este amor para devolvérselo a Dios con todas sus fuerzas.

En la necrología que publicaron las actas del Capitulo provincial de 1978, se afirma que el fuerte de sus estudios fue la Ascética y la mística, que le ayudaban a la unión con Dios por el amor filial; de su unión constante con Dios, del cultivo de la vida interior con la verdadera contemplación, a base de una búsqueda permanente de la presencia de Dios y de la Santísima Virgen. En sus últimas jornadas sólo vivió para Dios y en Dios para santificarse y santificar a los  demás.

Manifestaba el amor a Dios en el gusto por las escrituras, convencido como estaba de que, desconocerlas, era desconocer a Cristo. Pero no era suficiente para él un conocimiento intelectual, que quedará en la esfera de los esquemas de pensamiento. Le implicaba toda la vida, para ofrecérsela a Cristo y a Maria, para adorar, para reparar, impetrar y dar gracias en una misa perenne hasta la eternidad. Mi alma la llevo entre mis manos, decía en uno de los retiros espirituales.

El amor a Dios es sabido que se debe reflejar en el amor a nuestros hermanos, por quienes el Padre Enrique Alberto Higuera ofrecía constantemente sacrificios de oblación.

 

¿Qué implica amar al prójimo?

“Tienes que amar a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22:39.)

Jesús lo resumió en unas cuantas palabras sencillas y profundas: el primer mandamiento es amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerzas (Mateo 22:37; Marcos 12:30). Esto implica hacer lo que Dios manda y corresponder de este modo al amor que él nos muestra.

“Tienes que amar a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). Es oportuno centrar la atención en este mandamiento, pues hoy reina el egoísmo, que no es otra cosa que amor mal dirigido. En su descripción inspirada de “los últimos días”, el apóstol Pablo escribió que las personas no amarían a sus semejantes, sino a sí mismas, al dinero y los placeres, y que a menudo ni siquiera tendrían “cariño natural” o “amor familiar” (2 Timoteo 3:1-4,  (Mateo 24:10, 12).

 

¿Quién es mi prójimo?

Cuando Jesús le indicó al fariseo que el segundo mandamiento era amar al prójimo como a uno mismo, en realidad citó un precepto que había recibido Israel  (Levítico 19:18).

Jesús tocó este asunto en el Sermón del Monte, donde aclara a quién hay que tratar con amor: “Oyeron ustedes que se dijo: ‘Tienes que amar a tu prójimo y odiar a tu enemigo’. Sin embargo, yo les digo: Continúen amando a sus enemigos y orando por los que los persiguen; para que demuestren ser hijos de su Padre que está en los cielos, ya que él hace salir su sol sobre inicuos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:43-45). Con estas palabras, Jesús destacó dos puntos: primero, que Dios trata con generosidad y bondad a buenos y malos, y segundo, que debemos copiar su ejemplo. Lucas 10:25, 29, 30,33-37.

 

¿Qué implica amar al prójimo?

Al igual que el amor a Dios, el amor al prójimo no es solo sentimiento, sino también acción.

 

Amor a nuestros hermanas en religión

El apóstol Pablo escribió: “Obremos lo que es bueno para con todos, pero especialmente para con los que están relacionados con nosotros en la fe” (Gálatas 6:10). Tenemos la obligación cristiana de amar a nuestra familia de hermanos espirituales. Pero ¿cuánto importa que lo hagamos? El apóstol Juan lo indica de forma contundente: “Todo el que odia a su hermano es homicida. Si alguno hace la declaración: ‘Yo amo a Dios’, y sin embargo está odiando a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede estar amando a Dios, a quien no ha visto” (1 Juan 3:15; 4:20).  Son palabras muy fuertes, y más si tenemos en cuenta que Jesucristo también llamó “homicida” y “mentiroso” al Diablo (Juan 8:44). ¡Que nunca nos sean aplicables estos términos!

Los cristianos verdaderos “son enseñados por Dios a amarse” (1 Tesalonicenses 4:9). No deben hacerlo “de palabra ni con la lengua, sino en hecho y verdad”, “sin hipocresía” de ningún tipo (1 Juan 3:18; Romanos 12:9). El amor nos mueve a ser bondadosos, compasivos, perdonadores y pacientes, así como a evitar los celos, la presunción, la arrogancia y el egoísmo (1 Corintios 13:4, 5; Efesios 4:32). También nos impulsa a servirnos mutuamente (Gálatas 5:13). Jesús mandó a sus discípulos que se amaran tal y como él los había amado (Juan 13:34). De ahí que debamos estar dispuestos a dar la vida por los hermanos si es preciso.

 

Cuando el prójimo tiene nombre y apellido

No es difícil amar al prójimo si lo tomamos como colectividad. Sin embargo, las cosas cambian cuando se trata de amar a una persona en particular. En el caso de algunos, el amor al prójimo se limita a los donativos que hacen a una determinada entidad de beneficencia. Claro, es mucho más fácil afirmar que amamos al prójimo que amar de verdad a un compañero de trabajo que nos trata con frialdad, a un vecino desagradable o a un amigo que nos ha fallado.

En este aspecto de amar a un individuo en específico podemos aprender mucho de Jesús, quien reflejó a la perfección las cualidades de Dios. Aunque vino a la Tierra para quitar el pecado del mundo, demostró amor a seres humanos concretos: a una enferma, un leproso, una niña... (Mateo 9:20-22; Marcos 1:40-42; 7:26, 29, 30; Juan 1:29). De igual modo, nuestro amor al prójimo se revela en el trato que damos a las personas con quienes nos relacionamos día a día.

Nunca olvidemos que el amor al prójimo está ligado al amor a Dios. Jesús ayudó a los pobres, curó a los enfermos, dio de comer a los hambrientos y, además, enseñó a las multitudes. ¿Por qué lo hizo? Porque quería ayudarlos a reconciliarse con Dios (2 Corintios 5:19). Él efectuó todas las cosas para la gloria de Dios, y jamás perdió de vista el deber de representar a su amado Padre y ser un fiel reflejo de su personalidad (1 Corintios 10:31).

 

¿Qué implica amar al prójimo como a uno mismo?

Jesús dijo: “Tienes que amar a tu prójimo como a ti mismo”. De modo que es normal que uno se quiera y goce de una sana autoestima. Si no fuera así, el anterior mandamiento prácticamente carecería de sentido. Pero no hay que confundir la debida valoración de uno mismo con el afecto egocéntrico mencionado por el apóstol Pablo en 2 Timoteo 3:2. Se trata más bien de tener un concepto razonable de la valía personal.

Amar a nuestros semejantes como a nosotros mismos significa tener con ellos la actitud que nos gustaría que ellos tengan con nosotros y darles el trato que desearíamos recibir. Bien dijo Jesús: “Todas las cosas que quieren que los hombres les hagan, también ustedes de igual manera tienen que hacérselas a ellos” (Mateo 7:12). Observamos que Jesús no dijo que estuviéramos siempre dándole vueltas a alguna ofensa del pasado y que pagáramos con la misma moneda. Más bien, nos animó a pensar en cómo preferiríamos que se comportaran con nosotros los demás y luego actuar de igual manera con ellos. También hay que destacar que él no limitó la aplicación de su consejo a hermanos y amigos, pues empleó la palabra “hombres”, seguramente para animarnos a seguir esta norma de conducta con todas las personas que encontremos.

 

 

 

 LA VIRTUD DE LA DOCILIDAD

 

En este proceso de conformar nuestra vida con la Voluntad de Dios, o lo que es lo mismo configurarnos con Cristo, ofrecemos esta sencilla reflexión a cerca de la virtud de la docilidad, con el ánimo de estudiarla y a partir de esta reflexión, valoremos su  importancia para el crecimiento de la vida en el espíritu y nos animemos a cultivarla.

 

¿Qué es la docilidad?  Es el valor o virtud que nos hace tener la suficiente humildad y capacidad para reconocer, considerar y aprovechar la experiencia y conocimientos que los demás tienen. Nos ayuda a que seamos personas más sencillas. Además la docilidad está relacionada con la obediencia con lo suave y apacible. La docilidad exige ejemplo, intercambio y disposición personal para lograr un beneficio mutuo.

 

Un ejemplo de docilidad nos la da la caña frente a muchos árboles: ella no se quiebra con el viento, sino que se deja mecer por él, soportando su paso sin contratiempos. Para ello, se requiere tanta sabiduría como humildad, capacidad de considerar y aprovechar la experiencia y conocimientos que los demás tienen para no agotarse de puro soberbio.

La docilidad nos regala sencillez, nos dispone a escuchar con atención, a considerar con detenimiento las sugerencias que nos hacen y a tomar decisiones más serenas y prudentes. Ello es signo de juventud, apertura y tolerancia.

 

El espíritu dócil sabe considerar, atender y escuchar. Aprende a considerar todo lo que le sugieren aunque no necesariamente le guste. Concreta su buena disposición con acciones. Sabe obedecer y seguir indicaciones. La docilidad a la opinión ajena incrementa nuestra capacidad de adaptación a las nuevas exigencias y circunstancias que con relativa frecuencia se presentan; nos da la madurez para evitar empeñarnos en ser nuestros propios guías y jueces; se incrementa nuestro respeto y consideración por todas las personas, generando confianza y seguridad.

 

El Plan de Dios. Dentro de esta perspectiva trágicamente distorsionada que vive hoy el mundo, el Plan de Dios es presen-tado algo así como el proyecto subjetivo y egoísta que esta divini-dad tiene para nosotros y que nos impone como una meta de vida que, de no ser cumplida merecerá un castigo terrible. Esta visión mundana muchas veces prevalece en nosotros y nos presenta a Dios como un rival o como un ser lejano e indiferente. Por lo mismo su plan para nosotros se suele ver como algo opuesto a nuestra propia felicidad o simplemente como una realidad que nos resulta indiferente por no tener mucho que ver con nosotros.

 

Jesús y el Plan del Padre. Sin embargo, la entrega del Señor Jesús por todos los hombres, nos revela desde lo alto de la Cruz un Dios totalmente diferente al que nos pinta el mundo: un Dios lleno de Amor, Dispuesto a entregar a su Primogénito para restablecer con su creatura el vínculo roto por el pecado.

 

Así, para cumplir el designio de reconciliación del Padre, y de manera totalmente gratuita y generosa, decide hacerse presente en medio de los hombres, aún a riesgo de ser recibido con desprecio e ingratitud, para revelarnos de manera personal el proyecto de vida que ha diseñado para cada uno de nosotros.

 

Un Plan de sabiduría y Amor. Basta conocer un poco al Señor Jesús para descubrir que a Él no le mueven intereses mezquinos, sino un profundo amor, reflejo y expresión del Padre que el mismo Jesús nos comunica: "Como la ternura de un Padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen" (Sal 103(102),13). Y este Dios que nos ama también nos conoce a cada uno de manera especial: "Yahveh, tú me sondeas y me conoces; sabes cuándo me siento y cuándo me levanto, mis pensamientos penetras desde lejos...no está aún en mi lengua la palabra, y ya tú, Yahveh, la conoces entera" (Sal 139(138),1-4).

 Dios, que conoce nuestros dinamismos fundamentales, nuestras necesidades interiores más auténticas –incluso aquellas que no conocemos o que decodificamos erradamente–, nos ama con un amor y una ternura sin límites. Por eso, Él quiere que seamos felices y sabe cómo podemos lograrlo. Ése es justamente el Plan de Dios: aquel proyecto de vida que Dios ha diseñado para cada uno de nosotros –movido por su amor y por el conocimiento perfecto que tiene de cada uno– y que es objetivamente la única senda por la que podremos ser plenamente felices.

 

 El hombre es libre. La principal prueba de que el Plan de Dios es fruto del amor que el Creador tiene por cada hombre es la libertad. Dios no impone su plan; se lo revela al hombre por todos los medios posibles, pero lo deja en la libertad de poder escoger entre obedecer a sus dinamismos interiores, aceptando el proyecto de vida que Dios le propone; o rechazarlo, esclavizándose así a las presiones deshumanizantes del poder, el tener, y el poseer-placer.

 

El hombre concreto, cada uno de nosotros, puede escoger libremente. Dios respeta esa decisión; pero la opción libre no carece de consecuencias: "te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahveh tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a Él" (Dt 30, 19-20). La opción que tome, por tanto, marcará la diferencia entre la muerte y la vida

 

Libertad y docilidad. El Plan de Dios es pues, nuestro camino seguro de vida. Pero, por la dramática experiencia del pecado, sabemos que haciendo un mal uso de nuestra libertad podemos elegir la perdición y la muerte. Lo que está en juego no es sólo un momento, es nuestra felicidad terrena y toda la eternidad. ¿Cómo hacer para no errar, para no optar en contra de nuestra propia vida?

 

Aquí es donde surge la docilidad como el medio fundamental para optar bien. Ella consiste en la actitud interior que nos permite adherir, tras el asentamiento de la razón, nuestro sentimiento y nuestra voluntad a aquello que la fe nos ha revelado como cierto. La docilidad, por tanto, no es lo contrario a la libertad, sino a la rebeldía sin sentido que surge de ver a Dios como un tirano que pone en riesgo nuestra libertad. Esta virtud, que supone un nivel de dominio de sí al que se ha llegado por medio de la práctica de los silencios, prepara a la persona para que pueda encaminar libremente sus potencias para cooperar con la gracia que el Señor derrama y para remontar, con ella, todas las barreras interiores y exteriores que impiden adecuar la propia vida al Plan de Dios. 

La docilidad de la Madre. "He aquí la Sierva del Señor, hágase en mi según tu palabra" (Lc 1, 38); "Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava" (Lc 1, 46-47). Tan pronto como irrumpe en el Nuevo Testamento, la figura de María nuestra Madre ya nos habla de esa actitud de docilidad y plena disponibilidad. Si María obedece no es porque carezca de voluntad o inteligencia. Por el contrario, su docilidad es el fruto de la fidelidad a sus propios dinamismos interiores, que apuntan hacia Dios y al plan de salvación que tiene para Ella.

 

De esta manera, por su docilidad, María se libera de toda atadura que podría desviarla del proyecto de vida que la plenifica y se entrega plenamente, siendo consciente de que hay muchas cosas que no comprende y que el camino de reconciliación que emprende está, inevitablemente, lleno de dolores y sufrimientos (Lc 2, 35). En María, la docilidad no se presenta como una actitud pasiva que simplemente se resigna ante los hechos. Al contrario, es una disposición activa que domina con firmeza las pasiones interiores para disponerlas y encaminarlas hacia el encuentro del Plan de Dios. "La fascinante respuesta de Maria", nos dice Luis Fernando en María Paradigma de Unidad, brota del corazón una "Mujer libre"; es precisamente desde su libertad poseída, y haciendo ejercicio de esta misma libertad, que María responde: Sí, Hágase.

 

La conclusión es evidente: La vida de María nos invita a trabajar por la misma senda de cooperar con la gracia en el ejercicio del silencio que conduce a la virtud, al señorío sobre sí mismo. En esta cooperación generosa con la gracia radica la virtud de la docilidad.

 

La docilidad dada por el Padre Celestial. La docilidad es una virtud que concede el Padre Celestial a quienes llama. En la docilidad Él se recrea, porque lo dejan actuar libremente. Es la virtud con la cual Él puede hacer avanzar a un alma hacia su perfección y a la de sus semejantes ya que no ponen trabas, ni preguntan el por qué, el para qué, el cómo, etc. Él puede actuar según su Santa Sabiduría en ellas. Estas almas dóciles se dejan mover como niños pequeñitos, por eso su Hijo Jesucristo: "Sed como niños". El niño confía a ciegas en sus padres. Tienen puesta su confianza plenamente en ellos porque saben que sus padres siempre los van a guiar a caminos seguros y de ellos saben que recibirán lo que necesitan en su temprana edad. El niño intuye la bondad de sus semejantes.

 

Gracias a la docilidad se pudo dar la Salvación del género humano. Primeramente a la docilidad de la Siempre Virgen María, sin su docilidad, sin su Fiat, sin su aceptación confiada y libre, la Redención no se hubiera podido haber dado, o cuando menos, se hubiera retrasado. Ella, en total sumisión y docilidad, aceptando la Voluntad divina en una donación libre y amorosa, acepta esta proposición hecha por el Padre Celestial, a través del Arcángel Gabriel. Su turbación es la turbación de los santos, al sentirse pequeña, al sentirse una nada ante la Majestad y deseo de su Dios. Aun sabiendo las consecuencias que se iban a suceder por su Fiat, por su Sí, Ella acepta y comprende lo que para Dios significaba éste acto de su voluntad.

 El segundo gran ejemplo de docilidad se da en Jesucristo, en quien Dios puso todo su Poder y la Redención. Dócil y humilde-mente, Jesucristo acata las órdenes de Amor, de Dios su Padre. Dócilmente se deja llevar por Él y siempre respondiendo a los de su época, "Yo hago las cosas de Mi Padre". Siempre dócil, siempre fiel, siempre humilde.

 

La humildad y la docilidad van íntimamente unidas, porque el alma que vive la docilidad sabe perfectamente que todo lo que sucede en la vida de cada persona está guiada por la sabia Voluntad de Dios y así, en perfecta humildad, se deja llevar por Él, aceptando y sabiéndose pequeña e imperfecta. Nada, en nuestra vida, ni en el mundo entero, ni en el universo entero, sucede por casualidad. Todo está ordenado en la Perfección de la Sabiduría de Dios y ella se puede manifestar plenamente en la docilidad. Los Santos han confiado aunque al principio hayan dudado. Ésas pruebas primarias los hacen recapacitar, los purifican y los vuelven dóciles a la Gracia. El mismo Pedro, apóstol cabeza, fue rebelde, tuvo la prueba que le hizo reflexionar a quién había negado y esto le sirvió para después darse en totalidad, dócil-mente, hasta dar su vida por Jesucristo.

Cuando el alma se toma momentos para reflexionar sobre la existencia de Dios, en nuestras vidas, en la misión encomendada a cada uno de nosotros, cuando el alma se da cuenta de los regalos espirituales que Él nos da a lo largo de nuestra vida para que podamos recordar el porqué de nuestra estancia en la tierra, es cuando encontramos nuestro camino en Dios.

 

Pero para que se dé éste maravilloso momento, hay que hacer una parada en la vida y es ahí en donde, ayudados por nosotros mismos, porque Dios nos da la libertad, Él concede un tiempo de reflexión profunda y, aunque para algunos éste tiempo se vea como una desgracia en su vida; el alma lo acepta y lo agradece, de aquí que se den tiempos de enfermedad, tiempos en la cárcel, un tiempo sin trabajo, un tiempo de aparente vacío espiritual. Es en éstos momentos en los cuáles las almas deseosas de encontrar un porqué a sus vidas y han pedido ayuda a Dios con total confianza, Él les otorga éste tiempo que a la larga le agradecerán porque este fue el tiempo en el cual lo encontraron, fue el tiempo en el cual encontraron el porqué de su existencia, fue el tiempo en el cual las gracias y bendiciones fueron mejor aceptadas.

La docilidad no puede darse en aquellas personas que no saben ser sumisas, las que quieren tener siempre la razón, las que quieren dominar a como dé lugar o las que usan la fuerza, tanto física como de la voluntad, para humillar y pisotear a sus semejantes. Las almas rebeldes siempre estarán buscando pretextos para no soltarse a la Voluntad de Dios. Siempre se estarán quejando de que todo les sale mal y que Él no las bendice en ninguna forma, sin darse cuenta que aún, a pesar de su separación, reciben a diario innumerables bendiciones, como el don de la vida, el alimento, las ocasiones que les da para que regresen a su corazón a través de la humildad y docilidad que con su ejemplo les dan las personas a las que pisotean y humillan.

 

Las almas rebeldes detienen la obra de Salvación porque no dan fruto, no lo dan, porque así como el alma dócil es humilde, la rebelde es soberbia y el alma soberbia no acepta crecimiento, porque "lo sabe todo" y no da, porque los demás no son capaces ni dignos de ser enseñados por ellos. El alma rebelde y soberbia no puede entrar así en el Reino de los Cielos, porque son almas llenas de conflictos los cuáles producen pleitos o guerras o muerte espiritual y en el Reino de Dios, se vive lo contrario, paz, crecimiento en la ayuda mutua, amor, unión en su Amor. El alma rebelde emula al adversario al no acatar la Voluntad divina, ya que quienes la acatan sólo viven para agradar a su Creador.

El maligno se volvió rebelde por soberbia y por su falta de docilidad. No quiso acatar libremente los deseos de unión y de Amor fraternos. Élquiso apartarse de las Leyes Perfectas, he hizo su voluntad y no supo distinguir entre su pequeñez y la Omnipotencia. Se quiso poner sobre Dios, Su Creador y su soberbia y altivez lo destruyeron.

 

Otro de los grandes ejemplos de docilidad, se dio en la persona de San José. Hombre justo a los ojos de Dios, fiel y seguidor de su Palabra y de su Voluntad. Acató todas las órdenes sin pensarlas, aunque a los ojos humanos no fuera creíble lo que se estaba llevando a cabo, como la Concepción Inmaculada de María. La Ley de Moisés ordenaba lapidación a la mujer adúltera, José a pesar de su gran celo a la Palabra dada por los profetas, acata la Voluntad de Dios, transmitida a él por el ángel durante su sueño. No se preguntó si fue real o no el sueño, simplemente lo aceptó con docilidad y humildad. Así transcurrió su vida, sin entender mucho de lo que pasaba en su familia santa, él aceptaba dócilmente lo que sucedía, porque se vivía la santidad de Jesús y la de María, la palpaba, la aceptaba y con ésa humildad él crecía en Gracia.

El alma dócil y humilde puede alcanzar niveles de sabiduría que no se dan en los "grandes sabios", puesto que éstos viven confiados en sus dones particulares, los cuáles, aunque Dios los ha puesto para que fructifiquen, ellos no los dejan fructificar por su soberbia y su falta de relación para con Él. Siempre acuden a los conocimientos dados a otros de sus semejantes y no recurren a la fuerza viva del Santo Espíritu, quién habita internamente en cada uno, para ser guiados, en humildad, hasta escalas imposibles de alcanzar por voluntad y capacidad humana. La Sabiduría Divina se da a los pequeños, a los sencillos, a los poco educados en las ciencias humanas, pero que se han donado en total docilidad a los Designios Divinos, a su Voluntad.

 

Crece más, en todos sentidos, un alma dócil y humilde que un alma rebelde y soberbia. Para la primera Dios, es su Padre, su Creador, su Fuente Viva de Sabiduría y Salvación. Para la segunda, Él es molestia, carga de obligaciones, duda de su existencia, a Él, lo consideran producto e invento de la Iglesia para limitarlos, limitante de su libertad.

El alma dócil y humilde se siente libre en Dios, vuela libremente en su gracia. No siente en ningún momento limitante, puesto que al darse a Él, se le abre todo un universo entero de expansión espiritual. El alma dócil y humilde aprende a ver con los ojos de Dios y con su Voluntad a toda la creación y aprende a gozar en su Amor, desde las cosas más pequeñas, hasta las más grandes e inimaginables del universo. Goza de todo, ama todo, y con ello se desarrolla en totalidad con su Ser Divino. Encuentra su vida, su Cielo, su fin, en Dios su Creador.

 

 

Dios nuestro Padre nos pide que nos acerquemos a Él, de todo corazón, en total confianza y donación, porque los que saldremos ganando somos nosotros mismos y así ganaremos las bendiciones infinitas, al unir nuestra voluntad a la de Él, con docilidad y humildad, como muchos de nuestros hermanos lo hicieron, que ahora viven en su Reino y gozan con Él por toda la Eternidad. Él nos bendice y su Santo Espíritu nos indica, en la humildad y docilidad de su Hijo Jesucristo y de su Hija, la Siempre Virgen María, nuestro camino de retorno a Él, Casa Paterna.


 LA HUMILDAD

 

a humildad no es un concepto, es una conducta, un modo de ser, un modo de vida. La humildad es una de las virtudes más nobles del espíritu. Los seres que carecen de humildad, carecen de la base esencial para un seguro progreso. Las más bellas cualidades sin humildad, representan lo mismo que un cuerpo sin alma.

La humildad es signo de fortaleza. Ser humilde no significa ser débil y ser soberbio no significa ser fuerte, aunque el vulgo lo interprete de otra manera.


La humildad es la más sublime de todas las virtudes admirables. Virtud sin humildad no es virtud. El que posee la humildad en alto grado, generalmente es poseedor de casi todas las virtudes, pues la humildad nunca se encuentra sola. Ella es aliada inseparable de la modestia y forma una trilogía con la bondad.

La humildad nos hace tolerantes, pacientes y condescendientes con nuestros semejantes. Es la mansedumbre, la prudencia, la paciencia, la fe, la esperanza.

La humildad es signo de evolución espiritual. El humilde es un ser que ya ha limado muchas de sus impurezas e imperfecciones. Si algún acontecimiento sacude violentamente su espíritu, el humilde sabe recibir los golpes de la vida con fe y resignación y pronto su alma encuentra el alivio necesario.


Los beneficios de la humildad

1. Quien aprende a realmente ser humilde, logra vivir una vida más feliz.

2. Al estar en armonía con uno mismo, se está dispuesto a mostrar honor y aprecio hacia otras personas. Valorarse a sí mismo trae aparejado valorar a los demás.

3. La humildad crea serenidad y tranquilidad

4. Con humildad se desarrolla la capacidad de admitir las equivocaciones, ya que se elimina el miedo a sentir que uno no vale nada. Al conocerse a sí mismo, la crítica se transforma en una posibilidad de crecimiento.

5. Con humildad, es más fácil perdonar a otros rápidamente.

6. Humildad es apreciar lo que tenemos, es tener conciencia de que todo es un regalo.

 

EXAMEN DE CONCIENCIA SOBRE
LA HUMILDAD

 

¿Me doy cuenta y tengo siempre presente que nada soy y nada puedo?
¿Consiento pensamientos de engreimiento, vanidad y auto-suficiencia, tales como: “qué bueno(a) soy”, “qué bien hice esto”, “qué capaz soy”, etc.,
¿Busco de los demás aprobación y reconocimiento?
¿Me doy yo mismo aprobación y reconocimiento?
¿Hablo siempre de mí y de mis cosas?
¿Me gusta llevar la voz cantante?
¿Me molesto ante críticas, ataques y humillaciones?
¿Acepto y reconozco mis faltas cuando soy corregido o creo yo tener la razón?
Cuando sirvo, ¿me proyecto yo mismo?
Cuando hablo ¿soy mi propia   fuente de inspiración?
¿Trato de llamar la atención con mi supuesta “sabiduría”?

 

Aquellos quienes son humildes y modestos son altamente respetados. Los arrogantes y presumidos, quienes desprecian a los demás y se dan aires de grandeza, le son antipáticos a los creados y son castigados .

La vanidad demuestra la falta de sensibilidad y madurez. Aquellos quienes son más reflexivos y maduros espiritualmente tienen el sentido de atribuirse cualquier don que puedan tener ,  y dedicarse a Él con humilde gratitud.

La humildad hace que el juicio divino esté complacido con una persona y que ésta sea inquebrantable ante el rostro de los reproches e insultos de los demás. Aquel que conoce su lugar y no se siente mucho, se ha asegurado verdaderamente y se ha defendido a sí mismo contra toda clase de desprecio de la gente.

 

Aprende del agua porque el agua es humilde y generosa con cualquiera; aprende del agua que toma la forma de lo que la abriga: en el mar es ancha, angosta y rápida en el río, apretada en la copa, sin embargo, siendo blanda, labra la piedra dura.

 La humildad es un signo de virtud y de madurez, mientras que la altanería y la vanidad indican un espíritu imperfecto e inferior. Los más perfectos entre los seres humanos son aquellos quienes están en la tranquilidad e intimidad en compañía de otros seres humanos. Por el contrario, aquellos quienes están demasiado orgullosos de unirse con otros y formar cálidas amistades con éstos son los más imperfectos de la humanidad y ganan únicamente notoriedad.

Los que no buscan ni demandan gran prestigio en su comunidad, tarde o temprano logran alcanzar altos niveles y se vuelven honrados. Mientras aquellos quienes sufren de complejo de superioridad son repudiados por su comunidad y eventualmente se vuelven extraños en ésta.

La humildad señala el logro de quien alcanza el grado de la humildad verdadera, y es un signo de humildad aquel que no cambia después de obtener una alta posición o riqueza o aprendizaje o fama o cualquier cosa que sea estimada públicamente. Si alguna de estas circunstancias provoca alguna alteración en las ideas, actitudes, y comportamiento de alguien, no puede ser considerado como poseedor de humildad verdadera ni como un ser realmente humilde.

 

 

 

SEAMOS LUZ

 

No se puede ocultar una Ciudad puesta en lo alto de un monte (Mt 5,14)

Según una costumbre general un hombre enciende una lámpara en su palacio. ¿Acaso puede decir: Este y aquel que son mis amigos pueden alegrarse de la luz, pero no mi enemigo? Más bien todos se alegran de la misma luz al mismo tiempo.

Papa Francisco invita a las personas Consagradas a mirar el futuro con esperanza, contando con la fidelidad de Dios y el poder de su gracia, capaz de obrar siempre nuevas maravillas: “¡Ustedes, queridos hermanos y hermanas religiosas, no solamente tienen una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Pongan los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu los impulsa para seguir haciendo con ustedes grandes cosas”. La vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que «indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana» y la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo” (VC n. 3),  reflejo de la santidad de Dios en el mundo.

Los Consagrados están llamados de un modo más perfecto a irradiar en el mundo de hoy a Cristo mismo, con una continua vida de perfección.

Queridas hermanas, la religiosa está siempre en lo alto de un monte, en el candelero visible a todos. Tiene que darse cuenta que todo lo que sucede en su vida tiene importancia para la comunidad cristiana (Todos tenían los ojos fijos en él. Lc 4,20). Así como un Padre educa en la fe a sus hijos, sobre todo con el ejemplo de su religiosidad y de su oración, así la religiosa edifica a la comunidad institucional y al pueblo de Dios con su comportamiento. Desde esta perspectiva la profesión de los consejos evangélicos adquiere un significado particular en la vida de la religiosa.

La religiosa está llamad a esforzarse para que en cada una brille el resplandor de la santidad y merezca ser llamada esposa de Cristo. Está llamada a la santidad personal, para contribuir al incremento de la santidad de la Iglesia y del respectivo instituto. No se puede exigir al pueblo de Dios la santidad si no se ha progresado en la suya propia.

Nos podemos interpelar: 

Una transformación continua que te permite ser mejor, limando las asperezas de tu persona a la luz de Cristo.

La santidad de cada religiosa contribuye a aumentar la belleza del rostro de la Iglesia, favoreciendo la acogida de su mensaje por parte del mundo contemporáneo. Esta santidad no es una especie de vida extraordinaria, donde los caminos que a ella llevan son múltiples y adecuados a la vocación de cada una. Por tanto la vocación  que han recibido las apremia a hacer discípulos de todos los pueblo, a no detenerse nunca en la contemplación del propio YO, sino en el OTRO (en mi prójimo). Conocen perfectamente el deseo de Jesús: os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure (Jn 15,16. Recuerden siempre que la religiosa tiene la precedencia en el amor a los fieles, teniendo presente que Cristo pidió a sus apóstoles servir más  que mandar.

Ser religiosa no significa considerarse diferente de los demás como si fuera una mujer o una cristiana eminente; el honor depende de su misión, de su vida, de su ejemplo, de ser siempre la primera en la caridad, expresión máxima del amor de Cristo por cada uno de los seres humanos; porque si buscan el honor en esta vocación habrán perdido el tiempo y habrán dañado muchas almas.